¿Para qué ocuparnos de nuestra propia lengua? ¿No aprendimos ya de niños? ¿No sabemos utilizarla perfectamente para defendernos en la vida? si, sin duda, todos nosotros, gracias al idioma, podemos ocupar un lugar dentro de esa gran estructura que es la sociedad, fuera de la cual quedaríamos excluidos de la civilización y reducidos, como Robinson, a una existencia puramente individual.
Al principio, una lengua es capaz de servir a las necesidades de expresión de todos sus hablantes. Lo que en algún momento le falte sabe suplirlo, unas veces tomando la palabra prestada de otra lengua, otras veces valiéndose de sus recursos de creación propios. Ahora bien, el hecho de que la lengua tenga una capacidad infinita de expresión no quiere decir que toda esa potencia este de hecho en cada hablante.
Es imprescindible el apoyo del estudio y la reflexión: la aplicación de la mente a considerar lo que nos dicen, lo que decimos, como lo decimos y como sería mejor que lo dijéramos. Y para ayudarnos en esta preciosa y personalísima actividad mental están los libros como este que el lector tiene entre las manos. Un libro de consulta y orientación destinado a ser un medio eficaz para el enriquecimiento de la capacidad práctica del hablante en los dos útiles esenciales de la comunicación: la expresión de lo propio y la comprensión de lo ajeno.
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