El siglo XX es el siglo de la innovación continua y masiva, Los avances científicos y tecnológico marcan su desarrollo de una forma implacable. La novedad, que debe su esencia a la excepción, se ha tornado una rutina, una cascada de nuevos logros que advienen con naturalidad impropia. En esta coyuntura, el riesgo epistemológico es, justamente, no detectar las verdaderas novedades. Cada acontecimiento se torna previsible, y lo que queda es una realidad plana que reproduce y expande su naturaleza incuestionable. Así, cuando tomamos nota de que las cosas cambiaron es demasiado tarde para empezar a pensar, por ejemplo, de qué otro modo podrían haber sucedido.
En La marca de la bestia, Aníbal Ford ha decidido situarse en esa zona de tensión y decisión donde se traman los grandes cambios de la sociedad a fines de siglo. El epicentro de su investigación es la relación entre los medios y la sociedad después de la aparición de Internet y al cabo de una década que vivió la metamorfosis más radical y profunda de la historia de ese campo.
Por un lado, la constitución de grandes grupo empresariales de comunicación que combinan medios de información y entretenimiento ha modificado la noción de uno y otro, cruzando discursos y prácticas (como lo atestiguan la TV verdad, el reality show o la multiplicación de telefilmes basados en hechos reales), con el impacto que esto tiene en los conceptos de realidad y ficción, Pero además, esta explosión tecnológica ha permitido el desarrollo de sofisticados sistemas de acumulación de datos: movimientos triviales como una compra con tarjeta de crédito o una visita a un médico quedan registrados en archivos personales que permiten ubicarnos y clasificarnos en una red invisible, de memoria infinita.
De este modo cada vez estamos más informados, y al mismo tiempo es mayor la información que generamos sobre nosotros mismos. En esta disposición profundamente asimétrica es donde juegan hoy los conceptos de libertad, privacidad y soberanía personal.
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